Textos: Angélica Raigoso
Suárez es un municipio del departamento del Cauca, que con 20.000 habitantes, es uno de los territorios más afectados por la explotación de oro en el país. Como muchas otras regiones, enfrenta las consecuencias sociales y medioambientales provocadas por la actividad minera. Su población, en su mayoría comunidades afrodescendientes, ha vivido de la extracción tradicional de este mineral durante siglos.
Sin embargo, la vida les dio un vuelco a comienzos de la década del 2000. En ese momento se reglamentó esta actividad a través de la Ley 685, que le dio vía libre a la adjudicación de títulos mineros, abriendo la puerta a la inversión tanto local como foránea, que provenía de la “chequera” de grandes compañías que buscaron sacar provecho de esta oportunidad de negocio. El boom se sintió inmediatamente no solo en el Cauca sino en todo el país.
Si bien esta actividad ya era común en el país, lo hacían pocos actores grandes y muchos pequeños que encontraban en ella una fuente de riqueza. No había inversiones millonarias y tampoco mayores afectaciones medioambientales y sociales, entre otras cosas, porque el conflicto armado impedía el acceso a regiones ricas en este tipo de materiales.
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La nueva reglamentación sumada a la percepción de seguridad que se comenzó a registrar desde el año 2002, llevó a que a partir de 2005 el sector se dinamizara y que el área titulada se extendiera más de 10 veces. Entre 2000 y 2010 se tramitaron cerca de 17.500 solicitudes mineras en el país, de las cuales se entregaron más de 7.200 títulos.
Con el paso de los años, a la mezcla de títulos y la seguridad se adicionó un nuevo ingrediente. Los metales en el mundo comenzaron a escasear, lo que motivó un incremento del precio, debido a las crisis económicas que llevaron a que el oro se convirtiera en una inversión refugio. En 2002 el precio de un kilo de este metal costaba unos US$8.000, en 2011 llegó a US$58.000 un kilo y en este momento oscila alrededor de US$40.000.
Este cóctel generó el ingreso de muchos jugadores interesados en aprovechar el boom de una actividad inexplorada que llevó a que los interesados se expandieran sin control, pues así como llegaron quienes de manera legal obtuvieron sus títulos, también lo hicieron los que no querían dejar pasar la oportunidad.
Los lugares escogidos fueron aquellos en los que tradicionalmente se había explotado de manera artesanal, como el sur de Bolívar, Chocó y Cauca. En ese momento, empresas legales y especuladores comenzaron a generar presiones en los territorios, dada la resistencia de las poblaciones mineras que históricamente habían practicado esta actividad en sus zonas. Esta tensión sigue latente.
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Las presiones se originan en la negativa de las empresas a reconocer el derecho ancestral que tienen las comunidades, que de forma consuetudinaria venían explotando. Allí ha quedado claro que si bien los habitantes de las zonas tienen más derechos históricos, lo cierto es que quien tiene el control es el dueño del título.
Pero esta no es la única problemática. Hay territorios habitados por campesinos, en los que los minerales existen, pero nunca han sido explorados. A la mayoría de estas comunidades no les interesa cambiar su forma de vida, pero hay procesos que los han dejado desprotegidos frente a las decisiones de las grandes mineras.
Por ejemplo, se eliminó la licencia ambiental para la fase exploratoria que establecía la obligatoriedad de que el actor minero se debía acercar a las comunidades y comprometerse con una serie de medidas para mitigar no solo el impacto ambiental, sino también el social.
Pero más allá de la minería legal, que tiene el aval para el desarrollo de sus procesos extractivos, están las operaciones ilegales que generan graves problemáticas sociales y ambientales, desplazamientos y amenazas.
El municipio de Río Quito en Chocó, el más pobre del país, es un ejemplo de ello. Allí la minería ilegal manda. La presencia de grupos armados como el EPL, las AUC, el ELN y las Bacrim, que se disputan no solo el territorio sino los recursos naturales, pone en graves aprietos a los pobladores de la región.
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La industrialización de la actividad está arrasando con todo en esta zona, en donde si bien en el pasado también se extraía informalmente a través del barequeo y la minería artesanal, hoy son las grandes máquinas las encargadas no solo de sacar los minerales sino de sacar del camino a quienes se atrevan a oponerse al logro de sus objetivos. Los desplazamientos, presiones, amenazas y hasta asesinatos se han vuelto incontrolables para la población y las autoridades.
Se trata de actores que no tienen ningún tipo de título, que llegan a manejarles la vida a los habitantes, quienes, en su mayoría, tienen sus necesidades básicas insatisfechas, por lo que es obvio que deban aceptar cualquier tipo de condición que les impongan, sin que haya Dios ni ley que los ayude.
La realidad de Colombia es la que viven muchas otras regiones en el mundo, en donde los líderes sociales y ambientales se ven expuestos por su interés de defender a sus comunidades.
Las zonas mineras en el mundo normalmente se caracterizan por ser pobres, con altos grados de violencia, degradación ambiental y social, y destrucción de los recursos naturales.
Según Global Witness, en 2018 fueron 43 los defensores ambientales asesinados a nivel global por oponerse a los efectos destructivos de la extracción de minerales, las formas de vida y el medio ambiente: el año pasado esta actividad lideró las muertes de estos luchadores.
Si bien en el país no hay casos que judicialmente hayan demostrado que las muertes de algunos líderes fueron causadas por su activismo en contra de la minería y otras actividades extractivas, según la organización británica de los 24 homicidios que sucedieron en Colombia, tres fueron por esta causa, todas eran mujeres.