Textos: María José Peláez
Comprender cómo y por qué las personas que defienden la tierra y el medioambiente son asesinadas, arrestadas e intimidadas de manera sistemática y alarmante no es una tarea sencilla. Sin embargo, los informes anuales de Global Witness se han convertido en radiografías del peligro al que se enfrentan miles de personas que intentan contrarrestar los efectos de la emergencia climática a través de tenaces luchas con los grupos al margen de la ley, las multinacionales mineras, los madereros ilegales, los poseedores de ganadería extensiva y, como si con ellos no fuera suficiente, en muchas ocasiones, contra el Estado mismo.
Los hallazgos de su más reciente informe son desesperanzadores, si se tiene en cuenta que la mayoría de científicos a nivel mundial cree que tenemos máximo 30 años para actuar frente al calentamiento global y que a quienes están dispuestos a hacerlo los asesinan o amenazan en muchos de sus países de origen. Según sus datos, en 2018 un activista murió cada semana del año por defender causas relacionadas con la preservación.
El auge de mandatarios populistas y negacionistas en todo el mundo (Donald Trump, Jair Bolsonaro, Rodrigo Duterte, etc.) incidió también en la cada vez más fuerte represión de las protestas ciudadanas, con frecuencia tildadas de ser bastiones del comunismo o nidos de terrorismo. Las implicaciones de estos señalamientos han sido especialmente nefastas en cinco países que, según Global Witness, son los más peligrosos actualmente para ser defensor del medioambiente. Colombia ostenta el segundo lugar de esa lista, y este especial hablará específicamente de su caso. De ahí que no esté mencionada en los puntos a continuación.
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El país asiático es en donde más asesinatos se documentaron en el mundo en 2018, de acuerdo con el informe. El gobierno del ultraderechista Rodrigo Duterte ha tenido mucho que ver con eso. Desde que ganó las elecciones de 2016, el mandatario se encargó de juzgar a los activistas de derechos humanos de ser simpatizantes del comunismo, terroristas o miembros de un grupo guerrillero llamado Nuevo Ejército Popular.
De hecho, en enero de 2019, a dos líderes indígenas que se oponían a la extracción de recursos y a la “usurpación militar de tierras ancestrales” los arrestaron bajo el cargo de “servir como reclutadores para el NEP”.A pesar de que ellos y varias organizaciones de derechos humanos negaron las acusaciones, la justicia, a favor del presidente, insiste en incriminarlos. En un país con poca libertad de prensa y sin separación de poderes es difícil abogar por estas personas, que al final se enfrentan a detenciones arbitrarias, persecución y a su propia muerte en total impunidad.
Por eso, en Filipinas asesinaron a 30 defensores del medioambiente el año pasado sin que hasta ahora haya noticias de quiénes fueron los responsables en la mayoría de esos casos.
La Masacre de Negros se volvió el último hito del estado de terror en el que viven muchas personas del país. El 20 de octubre de 2018, hombres armados mataron a tiros a nueve productores de caña de azúcar y quemaron sus ranchos en la isla de Negros. Las víctimas incluían a tres mujeres y dos adolescentes, y al parecer fueron asesinadas por ocupar una pequeña parcela de tierra que desde hace años es el epicentro del conflicto agrario nacional con las empresas de explotación minera.
Los abundantes recursos naturales, las tierras fértiles y la inversión extranjera, sumadas a la corrupción generalizada, a la impunidad y a las políticas del presidente Duterte que le dieron casi que vía libre a las Fuerzas Armadas para violar muchos de los derechos humanos en pos de una política de “seguridad y orden”, son lo que hacen de Filipinas un país letal para proteger la tierra.
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En mayo de 2018, 13 personas fueron asesinadas y decenas más resultaron heridas por los enfrentamientos con la policía india, que arremetió contra un grupo de manifestantes en el estado sureño de Tamil Nadu, según cuenta el informe. Los habitantes de la zona llevaban meses protestando contra una planta de fundición de cobre, propiedad de Sterlite Copper, una empresa nacional manejada por operadores británicos, que, según expresaron, estaba contaminando el aire y amenazando a la industria pesquera local sin que las autoridades hicieran nada. Como los manifestantes no cedieron a las amenazas, la policía disparó indiscriminadamente.
Muchos opositores del primer ministro Narendra Modi acusaron a su gobierno y a la fuerza pública de cometer continuas masacres contra los activistas de derechos humanos y, sobre todo, de desestimar la tremenda emergencia climática por la que está pasando el gigante asiático, uno de los más afectados por el efecto invernadero.
A pesar de que India ha hecho grandes esfuerzos por moverse a energías renovables y comenzar a hacer pedagogía con nuevos métodos de reciclaje, el gobierno Modi ha fomentado ampliamente la inversión extranjera, en especial de empresas que pretenden convertir a India en la “nueva China mundial”. El aumento de plástico, polución y basura en el país derivado de esos nuevos comercios e industrias es alarmante.
Si India no encuentra pronto un balance entre el crecimiento económico y la sostenibilidad, tendrá millones de pobres por la contaminación, y la violencia se hará cada vez más incontenible en un país con más de 1.300 millones de habitantes.
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Por primera vez desde que Global Witness comenzó a documentar asesinatos en 2012, Brasil dejó de estar en el primer lugar de la lista, lo que corresponde a un descenso general en las tasas de homicidios el año pasado. Si bien es cierto que esta es una noticia alentadora para el gigante sudamericano, también hay que tener en cuenta que las muertes violentas se han localizado mucho más en las poblaciones más vulnerables y en los grupos minoritarios.
Desde que el nostálgico de la dictadura militar, Jair Bolsonaro, llegó a la presidencia del país hace siete meses comenzó una cruzada contra los derechos LGBTI y contra los indígenas. Dos grupos que, antes de él, habían ganado terreno en las decisiones políticas de Brasil.
Pero con Bolsonaro todo cambió, tanto así que prometió permitir la explotación de las reservas indígenas con proyectos de minería, agricultura e infraestructura. Una promesa que desde ya desencadenó toda una serie de invasiones a las tierras indígenas por parte de usurpadores armados y desató la deforestación ilegal en la Amazonia, poniendo en peligro a las tribus aisladas(Ver el especial de Semana: Los aislados, tribus indígenas de la Amazonía sin contacto con el mundo).
Incluso una delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que se reunió con líderes indígenas en el Estado de Pará, en noviembre de 2018, reportó que varios de sus miembros fueron intimidados y amenazados por representantes de la industria de la soja, una de las más fuertes del mundo. Al menos, ocho defensores de la tierra que participaron en las disputas fueron asesinados ese año.
Brasil perdió 10 % de sus bosques entre el 2000 y el 2017, de acuerdo con el World Resources Institute. Y las políticas de explotación que plantea el presidente aumentaron todavía más el peligro. Desde que se posesionó, ha hecho hasta lo imposible por entregar las reservas y zonas protegidas a la agroindustria y la minería. El resultado ha sido que 13 % del territorio nacional que pertenece hoy a las comunidades nativas, está en riesgo de pasar a manos de empresas extranjeras.
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En diciembre de 2018, los cuerpos de los hermanos Neri y Domingo fueron encontrados a orillas del río Yalwitz, cerca del proyecto hidroeléctrico San Andrés, con varias balas en la cabeza. Los dos eran férreos opositores de esa construcción en la región de Ixquisis, al oeste del país, pues la obra incluye dos represas que afectarían notablemente el ecosistema local.
De acuerdo con la población, el asesinato de los hermanos fue solo la gota que rebasó el vaso de años de violencia contra las comunidades de Ixquisis, que se han negado a la hidroeléctrica de manera masiva. Desde que comenzaron los planes de su construcción un hombre más ha muerto y varios resultaron heridos.
Pero el empeoramiento de la situación de los ecologistas en Guatemala es sistemático en todo el territorio. Al menos a 16 personas las asesinaron en 2018 por esta razón, 13 más que en 2017. Esto lo convierte en el país con el mayor número de asesinatos de activistas per cápita.
Según Global Witness, la crisis de violencia en Guatemala contra los defensores de la tierra es de vieja data. En 1996, con el fin de la guerra civil, las nuevas políticas económicas abrieron las puertas a la inversión extranjera y privada. El gobierno de entonces cedió extensas franjas de tierra a empresas agrícolas, mineras e hidroeléctricas, lo que inició una ola de desplazamientos forzosos en las zonas indígenas, particularmente.
Con el presidente Jimmy Morales, el patrón de acaparamiento de la tierra ha continuado. De hecho, un informe de este año de las Naciones Unidas criticó al gobierno por realizar acuerdos con grandes terratenientes e industriales sin informar a las comunidades que se verán afectadas por sus proyectos. Las alianzas entre el Estado y estas empresas son el mayor problema de Guatemala, pues la defensa de la tierra se ha convertido en un choque de trenes entre el poder público y el civil.