Ruta a la comunidad wayuu del Cabo de la Vela

El sol, el viento y la arena caracterizan la península de La Guajira. El hogar del pueblo wayuu. El Cabo de la Vela es un corregimiento donde habita gran parte de ellos. Para llegar allí, hay que atravesar el desierto durante casi dos horas, saliendo desde el municipio de Uribia, la capital indígena de Colombia, a donde se llega en carro desde Riohacha. Una carretera paralela a la vía del tren que transporta el carbón de la mina del Cerrejón.

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mapa wayuu

Imagen exposición Hijas del Agua. Intervención Ana González, fotografía Ruven Afanador

Imagen exposición Hijas del Agua. Intervención Ana González, fotografía Ruven Afanador

Imagen exposición Hijas del Agua. Intervención Ana González, fotografía Ruven Afanador

Las mujeres wayuu salen temprano en la mañana a recoger la pesca que hacen los hombres, para luego cocinarla o venderla a los restaurantes en la zona más turística del Cabo de la Vela.

Mujer wayuu en uno de los puntos más visitados por los turistas: el Pilón de Azúcar. Allí venden sus artesanías y además de productos para que los foráneos calmen su sed.

Conchita Ospina Ipuana representa a las mujeres wayuu. Es una líder incansable que trabaja a diario por conservar la tradición de sus tejidos.

Nuevas generaciones muestran en sus rasgos físicos la recurrente mezcla entre la cultura wayuu con arijunas o personas no pertenecientes a la etnia.

La vida de una Wayúu

Conchita Ospina Ipuana

Las wayúu

Por Natalia Borrero

“Ser mujer wayuu es saber tejer… Somos las hijas de la araña… Somos la columna vertebral de nuestro pueblo… Somos nosotras las que estamos dispuestas a decir no a la guerra, queremos la paz… Esas somos las mujeres wayuu” Conchita Ospina Ipuana

Sopla el viento con fuerza. Levanta la arena, amarilla como el sol que ilumina la península de la Guajira, el hogar de la gente de arena, sol y viento: los wayuu. Su nombre viene del arhuaco y significa “hombres y mujeres poderosos”.

Caminantes por naturaleza, atraviesan a diario el desierto. Esa tierra árida de marrones rojizos contrasta con el azul turquesa de un mar bravo que golpea la costa en el Cabo de la Vela. En este corregimiento de Uribia se han asentado algunos clanes de esta etnia, la más poblada de Colombia.

Casas hechas con yotojoro, el corazón de los cactus. Madera fina pero resistente al agua y al viento. Se levantan a lo largo y ancho del territorio. Forman rancherías que se confunden con el color del polvo. Nublan la vista y descolocan más de una vez la retina generando espejismos: ya no se sabe si es arena o agua. Líquido escaso allí, donde puede pasar un año sin que caiga una gota de lluvia.

Ni la sequía amenaza lo majestuoso del Cabo de la Vela, o “Jepira” en wayuunaiki, lengua oficial de este pueblo. Quiere decir “la tierra de los guajiros muertos”. Un lugar sagrado al que vuelven todos los wayuu cuando mueren. El último recorrido que hacen sus almas hacia el fondo del mar. Uno de los tantos mitos que envuelve a esta cultura, en la que la palabra es un tesoro, y la mujer, su columna vertebral.

Engalanan el desierto con sus mantas largas, coloridas y anchas, que apenas dejan entrever la silueta de sus cuerpos morenos, grandes y fuertes. A pesar de la inclemencia del sol, las wayuu andan altivas por la arena. Se cubren con pañuelos y pintan su rostro con “pai’pai”, esa mezcla entre el polvillo del hongo pai’pai –que brota en temporadas de lluvia– y sebo de chivo. Todas con su susu (mochila) de diario colgada al hombro. Otras con el susuainiakajatu (mochila tradicional) en su cabeza, tejida con hilos torcidos y de apariencia elástica, que se ajusta a la medida de la calabaza, o bidón, donde transportan agua desde los jagüeyes hasta sus casas durante horas.

La impactante presencia de las mujeres wayuu ha sido retratada desde miradas distintas. Entre las más recientes se cuentan el libro La arena y los sueños, de Jorge Mario Múnera, que reúne fotos tomadas a lo largo de más de treinta años, y Pájaros de verano, la película de Cristina Gallego y Ciro Guerra, que se enfoca en la época de la bonanza marimbera. Sin embargo, el acercamiento de Ana González y Ruven Afanador aporta una mirada inédita, en cuyos profundos contrastes puede sentirse intensamente el sol y el viento, al igual que la severidad de mujeres, como Conchita, que miran desafiantes el lente, con ojos enmarcados por el polvo y el sebo de chivo.

“En el territorio wayuu la mujer es la base... Madre de casa, madre del territorio permanente, madre trabajadora” Saired Tatiana Jinnú Uriana

Saired tiene 18 años, cursa grado once en la Institución Etnoeducativa Internado Indígena Kamusuchiawo’u. Habla con elocuencia y propiedad sobre su pueblo. Lleva una manta blanca hecha en peyón de burro, cuyo bordado da cuenta de los clanes autóctonos, las nubes, el cielo, las montañas, las enramadas, los cactus, las tunas, el sol, y la demostración de la mujer wayuu en el territorio, de los animales y otros elementos parientes de su etnia.

Ellos no tejían. Solo iban a mirar. Luego en la casa les quitaban la plata de las ventas. Algunos retiraron a sus esposas porque les preocupaba lo que estaban aprendiendo. Muchas nunca volvieron.

Fue el regalo de su abuela paterna, al término de su encierro. Cuando las niñas tienen su primera menstruación –según la tradición indígena– deben ser recluidas y aisladas del resto de personas. En el ritual, las jóvenes son acostadas en un chinchorro, tan alto como sea posible. Tres días sin comer, sin hablar, sin bañarse y sin bajarse del piso. Para los wayuu es el momento en que la niña se convierte en mujer.

Cuando una estrella grande y amarilla se posa en la mitad del cielo, justo a la medianoche, las jóvenes son bajadas del chinchorro y expuestas a la intemperie. Las mujeres de la familia la bañan con wüin (agua), y Kashi (la luna) hace lo suyo, cubrirla con su luz. Las mayores le darán un consejo. En adelante podrá comer una dieta especial a base de “jaguapi”, vegetales entre los que está el maíz. Es el momento, también, para que abuelas, madre y tías transmitan su sabiduría y conocimientos a través de juegos tradicionales como la wayunquerra o muñeca de barro, a la que le hacen mantas, chinchorros y mochilas.

El encierro, que puede prolongarse un mes o un par de años, sirve para pasar de una generación a otra la sabiduría ancestral a través del tejido, como lo hizo la araña a la primera mujer wayuu, según el mito de Wale’keru.

“... Cuentan los abuelos que la araña Wale’keru fue quien enseñó a tejer. Se enamoró de un wayuu y cuando este la llevó donde su familia, la madre le dio el algodón para que ella hiciese las fajas. Wale’keru se comía el material y de su boca salía el hilo trenzado y preparado, con él y de a poco iba haciendo caminos y generando dibujos. Los wayuu observaron y fueron aprendiendo” Artesana wayuu

Justo fue la telaraña en hilo de plata sobre una manta wayuu. propia del baile de la yonna, lo primero que llamó la atención cuando las mujeres del Cabo de la Vela abrieron el sobre con las fotos enviadas por Ana González y Ruven Afanador. Esa imágen era la representación del vínculo entre dos facetas centrales de su herencia y la afirmación de su identidad como mujeres.

Mochilas, mantas, manillas, chinchorros… La sabiduría ancestral de las mujeres impregna todos los tejidos. Desde que el sol se asoma, hasta que se oculta, horas entre hilos y agujas tejiendo historias, trenzando, en cada puntada, su propia vida con la de un pueblo que se niega a perder su cultura, su tradición.

Hilos rojos y amarillos, azules, verdes y negros tomados de su entorno. Todos se entrelazan, una y otra vez, en figuras geométricas que representan la cotidianidad del ser wayuu. Ribetes y cenefas que adornan las mochilas: son los kanaas o diseños propios de este pueblo.

“Jalianaya es la madre de los kanaas, las niñas comienzan con este dibujo para luego ir creando otros como Pulikerüüya o vulva de la burra, o Molokonoutaya, como el caparazón del morrocoy, un poco más complejos, pero que hablan de territorio wayuu, de lo que hay en él” Conchita Ospina Ipuana

El tejido es para los wayuu más que una práctica cultural o la herencia de sus ancestros. Es una forma de concebir y expresar la vida como la sienten y la desean. Un arte en el que piensan, pero también gozan. Les permite leer el espíritu que guía su acción y pensamiento.

270.413 personas –según el Censo de 2005– se reconocían como wayuu. 49% hombres, 51% mujeres. Los wayuu representan el 19,4% de la población indígena de Colombia. De 37% que reportan tener algún tipo de estudio, la mayoría, son mujeres.

El pueblo wayuu es matrilineal. Todo se hereda por la línea de la madre. Ellas transmiten el conocimiento y la sabiduría, también la propiedad de la tierra. Una ley que siempre ha buscado preservar a la sociedad wayuu. Se permite la poligamia, por lo que los hombres pueden tener hijos con diferentes mujeres.

El rol más importante, en la crianza y composición social, lo tiene la familia de la madre. El padre y los hermanos son los encargados de enseñar tradiciones y legados. Llegado el momento, también servirán de mediadores para solucionar conflictos, y hasta negociar la dote, una a una, de las mujeres de la casa.

“Las artesanas, las tejedoras somos las portadoras de la sabiduría ancestral del pueblo wayuu, y queremos reafirmar esa parte de la cultura y que se siga manteniendo de generación en generación” Conchita Ospina Ipuana

Conchita Ospina Ipuana es una maestra artesana. “Abuela”, le dicen Saired, sus hermanas, primas y otras niñas wayuu. “Señora Conchita”, la llaman las más viejas del Cabo de la Vela, en señal de respeto. Se ha dado a la tarea de buscar caminos para mantener viva la cultura de su pueblo, amenazada por los avances tecnológicos y el turismo desbordado.

Las niñas ya no quieren tejer, desconocen el significado de los kanaas. Muchas ya no tienen encierro, las que sí, lo están por un tiempo muy corto, porque estudian fuera de los resguardos. Se casan con ‘arijunas’ –como llaman a los occidentales–, tienen la posibilidad de elegir al hombre con el que pasarán el resto de su vida. Las más jóvenes agradecen no ser vendidas, pero reconocen que sus valores y la tradición wayuu se desvanecen con el tiempo, como arena que se lleva el viento.

Como Wale’Keru, Conchita transmite su saber a las Hijas de la Araña. Las “Suchonni waleket”, en wayuunaiki. No solo comparten la técnica del tejido, también exploran conocimientos de otras culturas, como una forma para mantener viva la suya. Madres e hijas, guiadas por la abuela, continúan tejiendo la telaraña que sus ancestras comenzaron a trenzar hace miles de años.

Ya no lo hacen solas. Ahora, hasta los hombres tejen. Ayudan a sus mujeres a hacer cordones y a paletear. Acuden a la casa de la señora Conchita y piden hilos. También quieren urdir el futuro de su etnia. Como lo hicieron sus antepasados, esos hombres y mujeres poderosos que hace milenios –cuenta la leyenda– llegaron desde la Amazonia, por Venezuela, desplazaron a otras comunidades, como los arhuacos, y se asentaron sobre la aridez de la tierra guajira.

Las puntadas en sus mochilas y chinchorros mantendrán viva la esencia más profunda de su pueblo. Pero no serán suficientes para existir. Los wayuu viven en una constante paradoja: con la majestuosidad de un mar cristalino ante sus ojos, pero con la garganta seca. Sin una gota de agua dulce en su suelo, sin una gota de agua dulce caída desde el cielo. Claman por Juya, la lluvia que permita llenar sus reservorios. Para calmar su sed, y la de sus animales, considerados parientes cercanos, pues no solo son fuente de riqueza, también su alimento.

“Somos las hijas del agua, porque somos las encargadas de ir a buscarla y de cuidar los reservorios del líquido o jagüeyes, de enseñarle a propios y extraños a ser responsables y a conservar este recurso vital para todos” Conchita Ospina Ipuana