Las misak
Por Ángel Unfried
Para las mujeres misak, el telar es esencial y su conocimiento se ha transmitido de generación en generación. Es una armadura de cuatro listones de madera, los largos a ambos lados son el símbolo del papá y de la mamá, que son las autoridades de la casa, y los travesaños son los hijos; el telar reúne todo el núcleo familiar. Allí tejemos las ruanas, los chumbes, las cinchas y los anacos, nuestras faldas. El mío es pequeño, pero en casa mi mamá tenía un telar grandísimo. Ella siempre me decía que no debe faltar uno en la casa, en un lugar donde caiga la luz
Allí, frente al telar, bajo un tragaluz en la sala de su casa, en el resguardo misak de Silvia, Cauca, Jacinta Cuchillo fue retratada por Ruven Afanador una tarde de abril de 2018. Sobre la imagen de esa pared verde, en la que se apoyan los cuatro listones de madera, la artista Ana González transcribió en español las palabras de Jacinta sobre esa armadura familiar.
Jacinta no está sola. En casa comparte el pasar de las horas y el río con su hijo Payán y su compañero Luis Calambás. Ambos alrededor de los cuarenta años, Jacinta y él hablan con orgullo de su herencia y se miran con un amor que sigue pareciendo nuevo después de 15 años juntos. Jacinta siempre se refiere a Luis como su “compañero”.
Yo he visto que uno vive mejor así. Mis papás siempre quisieron, pero ninguna de las hijas nos casamos. Ahorita uno ve y se están acabando muy rápido los matrimonios. Luis no es mi esposo, somos compañeros. Él no es mío ni yo soy propiedad de él. Ya llevamos años y tenemos a nuestro niño, Payán.
Entre las misak, el de Jacinta es un caso excepcional en muchos sentidos. No solo comparte de igual a igual con su pareja, también su voz fuerte y su mirada firme son atípicas entre las mujeres de su comunidad. Muchas de esas miradas esquivas se dan cita cada martes: ríos azules de misaks provenientes de veredas vecinas arriban en chivas al parque central y a la plaza de mercado en la cabecera municipal de Silvia. Junto a Jacinta, atravesamos esa agitada marea de hombres y mujeres que se arremolinan entre los estantes para vender su siembra o sus artesanías. Allí encontramos a Ermelinda Calambás, a su hija Claudia Troches Calambás y a Gertrudis Morales Tumubala [foto 2]. Fuimos a buscarlas para entregarles los retratos que les hicieron Ana González y Ruven Afanador. Sus sonrisas tímidas eran acentuadas por las miradas que alternaban ante su propia imagen fotografiada y el suelo caucano. Más tarde, Jacinta subrayaría las raíces de ese lenguaje corporal.
Siempre nos decían que nosotras teníamos que ser sumisas, como las ovejas. Que teníamos que andar detrás de los maridos. Yo no. Nosotras caminamos lado a lado con nuestros compañeros. Mi mamá no miraba a la gente de frente, porque a ella la educaron así. Siempre miraba hacia el piso cuando le hablaban. Así es todavía para muchas misak.
Una vez a la semana, desde hace ocho años, Jacinta se reúne a tejer con un grupo de mujeres misak, nasa y mestizas, en la asociación Casa de Agua. En la sede de la asociación, una hermosa hacienda que perteneció a los Rodríguez Orejuela, las mujeres comparten sus historias mientras tejen.
Mucha gente nos dice que nosotras plasmamos nuestras tristezas en las mochilas, en las ruanas. Pero entonces yo me agarré a analizar: sí han pasado cosas muy tristes, como la muerte de mi papá y de mi mamá. Y las compañeras cuentan historias de maltrato, de hombres borrachos, de esposos machistas que no las dejan trabajar. Pero mientras vamos tejiendo no dejamos eso ahí, la tristeza sale y lo que tejemos transforma. Tomar la lana de una oveja y llenarla con mi tristeza para dársela a otra persona convertida en una mochila o una ruana es algo que yo no haría.
Con el pasar del tiempo, los hombres empezaron a acompañar a sus esposas a las reuniones del grupo que ellas tomaban como largas sesiones de catarsis.
Ellos no tejían. Solo iban a mirar. Luego en la casa les quitaban la plata de las ventas. Algunos retiraron a sus esposas porque les preocupaba lo que estaban aprendiendo. Muchas nunca volvieron.
Al igual que los de González y Afanador este parece un retrato de otro tiempo. A comienzos de los años sesenta, el francés Ronald A. Shwarz llegó al Cauca a participar en la construcción de la carretera entre Popayán y Silvia. Lo que encontró le impactó por la belleza de esas gentes de azul y por la aislada riqueza de su cultura. Largas temporadas de investigación resultaron en su etnografía La gente de Guambía. Continuidad y cambio entre los misak de Colombia.
“Las adúlteras son criticadas y objeto de chismes y hasta hace quince años podían ser sentenciadas a ser desnudadas y azotadas por los funcionarios del cabildo. Asimismo, los hombres eran castigados cuando la amante era casada, pero recibían un castigo menos severo al reconocérseles que ‘han trabajado para los intereses de la comunidad’ ”, se lee en la página 144. En 2018, la Universidad del Cauca reeditó el libro y pidió a su autor una revisión del texto. Schwarz comenzó a reparar en sus notas del 65 para corregir aquello que hubiese cambiado en más de cincuenta años. Claudicó pronto. Corregir el pasado es un esfuerzo inútil y leerlo desde la distancia a veces revela que no ha corrido tanta agua por el río del tiempo.
Muy lejos están los azotes, que ya en la época del libro eran cosa del pasado. Sin embargo, las mujeres misak siguen estando expuestas al chisme y al escarnio. Al casarse aún deben mudarse a la casa del hombre. Al separarse son estigmatizadas, aunque cada vez más se atrevan a hacerlo con la frente en alto.
Jacinta empezó a entender esta realidad a finales de los noventa, cuando salió de la casa de sus padres en la cabecera del pueblo y se fue montaña arriba a internarse en el resguardo. Dejó sus ropas occidentales y se vistió de telas azules, participó en las mingas, intentó ingresar a la escuela misak para aprender a hablar guam y comprender su herencia.
En 1999, la Casa Payán estaba en obra negra. Fue el taita Avelino Dagua quien lideró la construcción final de este centro del conocimiento misak, que en cada uno de sus tres pisos representa una dimensión fundamental para el pueblo: la primera planta es el territorio, la segunda la autoridad y la tercera la espiritualidad. El taita también le enseñó la historia de las luchas por ese territorio, tanto para recobrarlo de manos blancas como por diferencias entre comunidades hermanas; le habló por primera vez de igualdad entre hombre y mujer, en cuanto a la autoridad que ambos tienen alrededor del fogón, en el hogar; y principalmente le reveló la esencia de la espiritualidad y la cosmogonía misak.
Nosotros somos hijos del agua, originarios de las lagunas Nimbe y Piendamó. Piendamó es macho y Nimbe, hembra. En una época en la que llovía mucho, las lagunas comenzaron a desbordarse. Entre las piedras y la tierra que arrastraba la corriente, venían también el niño y la niña. Los espíritus de la naturaleza lanzaron una cuerda, los sacaron del agua y les ensañaron todo lo que somos. Eso pasaba cada cien años, con el nacimiento de un cacique. Nosotros somos la cuarta generación de hijos del agua.
Mientras desliza esa elocuencia afilada, como su apellido, el mito originario de su pueblo es acompasado por el ímpetu del río Piendamó, que golpea las piedras al pasar junto al patio de su casa. Horas antes de que me contara sus orígenes, en ese mismo lugar, tuve el privilegio de devolverle su imagen en un retrato tomado por uno de los fotógrafos más importantes del mundo e intervenido con una transcripción de su herencia oral ágrafa intervenida por una excepcional artista.
Ayer soñé con mi papá y con mi mamá. Y uno tiene que escuchar eso en el silencio: el lenguaje natural enseña; el río enseña, las aves enseñan, los sueños enseñan. ¿Qué será esto que soñé?, le pregunté a Luis, y él me dijo: “De pronto ellos están contentos”. Luego llegaron ustedes con las fotos y entendí el sueño. Ellos me estaban transmitiendo que estaban felices por la labor que yo hacía. Lo primero que hice cuando me entregaste las fotos fue agradecer en mi mente a mi papá y mi mamá, gracias a ellos ahorita me están pasando estas cosas.
Bajo el suelo de ese patio está enterrado el ombligo de su hijo Payán. El de ella está río arriba, al interior de la montaña, en el corazón del resguardo. Los ombligos de niños y niñas son enterrados por igual, pero solo ellas viven un ritual ancestral al pasar a la adultez: el encierro, una práctica tradicional en varias comunidades indígenas colombianas, cada vez es menos practicado por las misak.
Con la primera menstruación a la niña se la hace una armonización. Se le encierra en un ranchito de bahareque durante cuatro días. La mamá la lleva a la orilla del río y la baña con alegría, orejuela, rendidora y maíz blanco. Después de restregarse con las plantas, se para de espaldas al río y tiene que arrojar para atrás todo lo que ha estado elaborando, una ruana o una mochila, para dejar lo malo en el pasado. Luego la madre la lleva al fogón para que sirva la comida y tiene que hacerlo sin que falte nada: si son diez personas, tiene que haber para todos. Si no alcanza, hay que repetir la armonización.
A los hombres les hacen solamente baños con hierbas cuando comienza a cambiarles la voz. Payán ya tiene 15 años y no siempre se llamó así. En esa casa homónima de tres pisos, donde su madre entendió que era hija del agua, Payán dejó de llamarse Santiago y eligió su nombre a los cinco años. Extrovertido y sereno, se siente cómodo entre los adultos. Tiene los ojos de su padre y una cabellera intensamente negra que cae sobre el apellido de Messi escrito en su camiseta del Barcelona. En el colegio se han burlado de él por ser misak y ha tenido que levantar de inmediato esa voz que comienza a tornarse gruesa. Su madre le ha enseñado a tejer y él dedica ratos al telar, impaciente por volver a agarrar el iPad.
A veces me pregunto, ¿será que un día se va a acabar todo esto? Entonces yo le digo al niño que no le dé vergüenza, que es misak, que hable el idioma. Esta es nuestra única defensa, nuestro escudo. Me da mucha tristeza pensar que los misak desaparezcamos. Ojalá algún día mi hijo continúe esto. Si se va para la universidad, él tiene que volver acá donde está su ombligo.
“A finales de los treinta hubo una escasez de materia prima para tejer sombreros de paja y los hombres comenzaron a llevar sombreros de fieltro de estilo moderno. De igual modo hubo cambios en el vestuario de las mujeres en el siglo XX”. No solo los cambios en la ropa llamaban la atención de Schwarz en el 65, también veía con preocupación que la carretera hacia Popayán fuera disolviendo las costumbres de este pueblo tan valiente en el corazón como hermoso sobre la piel. Al ver los ojos húmedos de Jacinta mientras habla del miedo a que sus tradiciones desaparezcan, le recuerdo que Schwarz experimentó el mismo temor hace ya cincuenta años y que, aunque las cosas están cambiando y las tradiciones evolucionan, es quizá más lo que las mujeres como ella han ganado en igualdad y reconocimiento que lo que han perdido en tradiciones.
Veo en su cara una sonrisa aliviada. La esperanza se renueva porque al menos una de sus sobrinas ha decidido vivir como misak. Aparte de ella, entre todos los primos solo Payán Santiago conserva la tradición y la exhibe con el orgullo de sus ojos poderosos y las raíces de su ombligo enterrado junto al río Piendamó. Desde ahí escucha los embates de la corriente mientras teje en el telar una ruana que llevará sobre su camiseta de Lionel Messi.