Ruta al resguardo Caimán Alto de la comunidad Gunadule

Para llegar al resguardo indígena de Caimán Alto, donde habitan unos dos mil gunadule, son necesarias cinco horas de camino desde Apartadó, municipio al que se accede desde Bogotá (en avión) haciendo una escala en Medellín. En un taxi nos fuimos internando en el Urabá antioqueño hasta llegar a La Ceibita, un punto en la carretera. Ahí, nos esperaban un par de caballos que fueron los encargados de transportarnos hasta la comunidad, guíados por unos cuantos indígenas.

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mapa gunadule

Imagen exposición Hijas del Agua. Intervención Ana González, fotografía Ruven Afanador

Imagen exposición Hijas del Agua. Intervención Ana González, fotografía Ruven Afanador

Imagen exposición Hijas del Agua. Intervención Ana González, fotografía Ruven Afanador

El saila Graciliano García Ángel recibe el sobre con las obras de Ana González y Ruven Afanador.

El saila Graciliano García, cacique mayor de Caimán Alto comparte con las mujeres de la comunidad las fotografías de la exposición Hijas del Agua.

El saila muestra una de las obras a otro miembro de la comunidad gunadule del resguardo Caimán Alto.

Detalle del saila gunadule con una de las fotos de la exposición Hijas del Agua.

La vida de una gunadule

El saila Graciliano García

Las gunadule

Por Daniel Pineda

La niña Olo Ninirtili, de doce años, pertenece a la etnia indígena de los gunadule y vive en la comunidad de Caimán Alto, en la serranía del Abibe, al norte del Urabá. A estas horas de la tarde permanece encerrada en la casa familiar, en un cuarto estrecho, rústico, fabricado con hojas de palma amarga y platanillo.

Su cuerpo menudo reposa sobre una hamaca que apenas cabe en el cuarto, y su rostro, arropado por una pañoleta de color rojo escarlata, tiene el aspecto de una vigilia prolongada y difícil. Parece una efigie de otro tiempo: encorvada, silenciosa, absorta. Sus pies descansan sobre el piso de tierra, a solo unos centímetros de un pebetero que contiene semillas de cacao hechas brasa. El humo que emana es denso e impregna la atmósfera del lugar.

Dieciocho días atrás, Olo Ninirtili tuvo su primera menstruación. Desde aquel día ingresó en el cuarto que levantaron su padre y otros hombres para el ritual que ahora se celebra. Allí ha permanecido todos los días con sus noches. Durante este tiempo las mujeres del resguardo han caminado desde sus casas, situadas a una o dos horas de camino, para bañarla con agua que cargan de los ríos.

Su madre, Miriam Espitia, quien ahora está a su lado, se ha encargado de racionar las crías de sabaleta, pescados diminutos, que son el único alimento permitido durante el encierro. También ha sido la encargada de tejer los vestidos que la niña ha de ponerse y ha preparado la chicha amarga de plátano hartón, o popocho, que a estas horas se fermenta en un rincón del cuarto, a un lado de la hamaca. Son cuatro tinajas protegidas con bejucos, ajís, cenizas del fogón casero y tejidos manuales que contienen figuras geométricas –o molas nagas–, símbolos de protección ancestrales, que mantienen a raya los espíritus del mal.

En una esquina de la casa un grupo de mujeres concina arroz, coco, pescado ahumado y plátano. En otra, los hombres fuman cigarrillos y tejen cestas con palma de iraca.

Mañana tendrá lugar aquí el Sumba Inna, o ritual de la primera menstruación. Será la oportunidad para que la familia anuncie a toda la comunidad que su hija ha dejado de ser niña y se ha convertido en mujer.

Entonces cada uno de los invitados beberá ocho veces el licor fermentado. Los hombres irán con sus cestas a buscar cangrejos a los ríos para cenar y traerán las semillas de jagua, que luego las mujeres transformarán en pigmento. Sonarán las flautas y se escuchará el canto hipnótico e inmemorial de los viejos. Todo el cuerpo de Olo Ninirtili será pintado de negro. Y ,y ella beberá parte de la jagua para teñir su interior. Será este el antídoto contras las enfermedades.

Solo hasta el momento en que el Sumba Inna haya terminado y la gente se haya ido, ella podrá romper el cerco del cuarto y salir por la parte trasera de la casa para ir a bañarse en el río de siempre. Su cabeza será rapada –una, dos, tres, cuatro veces– durante los meses que vienen. Habrá de vestir la pañoleta roja, una falda de colores y las molas que han tejido sus familiares.

No podrá ir a fiestas ni exponerse al cortejo de los hombres. Este será el pagamento por las ofrendas recibidas.

Más adelante, cuando los padres tengan la manera de organizar el Inna Dummadi, o ritual de la libertad, la comunidad volverá a reunirse en la casa. Y la niña, convertida en mujer, será autónoma, podrá casarse y tener una familia.

Sentado en su taburete de madera, el saila Graciliano García Ángel, cacique mayor de Caimán Alto, recibe de nuestras manos un sobre con 27 fotografías de mujeres del resguardo. Algunas de ellas –Ersinda, Amelita, Virgelina, Carmen, Esilda– están presentes y rodean expectantes a la autoridad para observar los retratos.

A diferencia de los hombres que están aquí y que visten ropas corrientes, ellas lucen faldas de telas estampadas y molas coloridas que contienen, adelante y atrás, imágenes de animales y representaciones de los cuatro elementos de la naturaleza.

Estamos en la casa de reunión –u Onmakket Nega– un recinto tradicional, imponente, de techo alto y simétrico, cubierto de palma amarga. Las paredes son de tabla y el piso es arcilloso e irregular. Algunas hamacas cuelgan de los traveseros que cruzan la casa de lado a lado. También hay grandes cartulinas suspendidas donde se observan dibujos de edificios: representaciones oníricas de los sitios sagrados.

Para llegar hasta aquí fueron necesarias cinco horas de viaje desde Apartadó, tres de ellas a lomo de mula desde un punto conocido como Ceibita en la carretera que va de Turbo a Necoclí. El resguardo indígena de Caimán Nuevo se divide en tres secciones –Caimán Bajo, Caimán Medio y Caimán Alto-. Nuestro tarea consistió en llegar a la parte alta, que mantiene, gracias al aislamiento, muchas de las costumbres que abajo ya se perdieron.

El paisaje inicial, dominado por extensas plataneras, cambia con rapidez. El camino es una trocha escarpada y abierta que muestra sembrados discontinuos de yuca, arroz y maíz, aunque la mayor parte de sus bordes ofrece potreros cercados con alambre. Las casas están separadas unas de otras. Los relictos de bosque se observan a lo lejos, en los filos de la serranía.

Hemos venido a entregar los retratos y a descubrir, de paso, que la voluntad por mantener viva la cultura y la tradición gunadule tiene como protagonista a la mujer.

Son ellas el corazón de los rituales, desde el momento en que nacen hasta que mueren. De allí que pasen vigilias de meses, luzcan las narices perforadas y finas marcas de jagua en el rostro, que empleen abalorios para escudar sus piernas y antebrazos, que entretejan vestidos y molas de protección, collares y pulseras que más tarde usarán como atuendos.

Los hombres, sobre todo los viejos, también guardan de forma celosa parte de las costumbres heredadas, como los cantos y los tejidos de cestas. Pero son las mujeres las encargadas de cargar a cuestas el simbolismo inmemorial heredado de sus ancestros.

Ahora que terminan de ver las fotografías queremos escuchar su opinión.

Hay entonces un intercambio de miradas, que son complementadas con frases cortas en dulegaya, su lengua original. El saila escucha atentamente los comentarios y, mientras guarda las fotografías, se dirige a un intérprete que traduce sus palabras al español. ‘Dicen que las fotos están bien, pero no entienden por qué no tienen color’. El universo de matices que decora los atuendos femeninos explica el reparo. Será difícil para cualquier extraño retener la imagen de una gunadule en blanco y negro.

Es de noche en el resguardo, pero las bombillas eléctricas iluminan la casa familiar. Una decena de perros y gatos se mueve entre mesas, sillas y hamacas. Después de la cena, el fogón de leña permanece encendido...

Nazario Uribe, líder histórico de Caimán Alto, cuenta sus memorias. Dice que por esta tierra –y señala el suelo que pisa– han desfilado cualquier cantidad de personajes e intenciones: curas, colonos, funcionarios públicos, guerrilleros, antropólogos, raspachines, empresarios, generales del Ejército, políticos, guaqueros, jefes paramilitares. Explica la odisea que ha tenido que sufrir su gente por defender las raíces y salvaguardar un territorio que habitan desde tiempos inmemoriales y que hoy está reducido a un cerco estricto, rodeado por los predios que en décadas pasadas fueron epicentros del despojo campesino en la región.

En algún momento del relato levanta el brazo derecho y señala un punto indeterminado detrás de la casa que supone una cumbre, donde el bosque aún se salva.

Advierte que la pelea más reciente de las autoridades tradicionales es por anular un título minero ‘pegado del resguardo’ que permitiría la explotación de carbón. Manifiesta que han viajado a Medellín y se han reunido con el gobernador del departamento en su despacho, pero no han obtenido más que promesas. Luego enumera otro puñado de solicitudes para sacar material de arrastre y carbón que se ciernen sobre un área que está protegida por ley.

A través de sus palabras es fácil comprender que los choques para salvarse como pueblo son una tarea cotidiana desde hace siglos. Y aún persiste.

Desde los tiempos de la Conquista, la historia de la etnia gunadule ha sido la del éxodo incesante. Aunque sus orígenes remiten a Colombia –y particularmente a la región del Bajo Atrato y el Darién– el cerco del hombre blanco y la violencia desmesurada de las guerras perpetuas del país los ha empujado hacia otros márgenes.

Hoy la mayor parte de sus integrantes, cerca de 65.000 indígenas, vive en Panamá. Allí no solo son dueños de un territorio comunitario y autónomo que abarca 235.000 hectáreas, sino que tienen derechos y libertades que aquí se desconocen.

En Colombia están repartidos en las serranías del Darién y el Abibe, en dos sectores separados por el golfo.

El resguardo de Caimán Alto abarca 7.500 hectáreas y una población que apenas supera los 2.000 integrantes. El resguardo de Arquía, situado en el Tapón del Darién, cerca de la frontera entre el sur y el centro de América, tiene 2.300 hectáreas y 620 indígenas, entre hombres y mujeres. Es decir que sólo el 3,8 por ciento de su gente habita en los territorios originales. Una infamia.

‘Somos conscientes de que hemos perdido parte de nuestra cultura’, advierte Nazario en un español perfecto. ‘Pero, a pesar de todo lo que nos ha tocado vivir, mantenemos el 70 por ciento de nuestras tradiciones’.

Dice que aún perduran los cantos de arrullo, los cantos terapéuticos y ceremoniales durante las fiestas; los bailes propios y el sonido de las flautas; el uso de plantas y raíces para curar la enfermedad; la fabricación de instrumentos cotidianos en fibras naturales; el tejido de hamacas de algodón y la artesanía atávica de las molas, que son su carta de presentación ante el mundo. Explica que el idioma original se mantiene, que el trabajo comunitario es ley y que las decisiones del resguardo, aún en los tiempos de la división, se toman en asamblea general.

Pero luego reconoce que las dinámicas del mercado, la influencia del ‘desarrollo’ occidental y el influjo de un mundo consagrado al consumo tienen minado el futuro de la etnia.

Hoy, los viejos no solo actúan para impedir el deterioro producido por los grupos armados, los colonos, los mineros y, en general, la violencia que se infiltra y regula la vida cotidiana en el Urabá, sino para encontrar una salida a la necesidad primordial de mantenerse como pueblo y cultura.

La prueba de la resistencia por sobrevivir está en el ritual de la pubertad de Olo Ninirtili, en el abanico que trenzó el saila Graciliano mientras conversábamos en la casa de reunión, en las historias insondables detrás de las molas que escuchamos de Rosmery Uribe en su hogar una madrugada de estas. También están en el sonido de las flautas, el canto acogedor y la serie de piedras extraordinarias, llenas de significado y misterio, que conserva celosamente Roberto Cuéllar, el médico tradicional que nos guio estos días por los caminos de Caimán Alto.

Esta lucha quedará dentro de poco en manos de las nuevas generaciones, que son, sin duda, el sector más frágil de la población gunadule en el país.